Julio Andrada tomaba por la avenida Amancio Alcorta cada
mañana, salvo los jueves. Cada vez que cruzaba por la venida pensaba lo mismo:
¿Por qué Mabel lo había abandonado? El farol de la esquina pintaba el recuerdo
del día en que se dieron su primer beso y él, tímidamente, se animaba a
deslizarle la mano por debajo de la remera. Con tan sólo dieciséis años tenía
su primera sensación de amor.
Pero ahora la realidad era distinta. Un fracasado de la
vida en todos los aspectos, desde su trabajo de negro en una fábrica de ropa
interior femenina hasta la pensión solitaria en la que vivía por que su mujer
lo había dejado.
-
Que hija de puta que es Mabel, dí todo por ella.
-
Ya está Julio, una mina más, una mina menos. No te hagas mala sangre-intentaba consolarlo Hernán, su mejor amigo.
-
Ella no era una más. Desde los dieciséis que estábamos juntos, y me dejó de
un día para el otro.
-
¿Por qué no te conseguís una loca?-le dijo con un
tono lujurioso-Mirá que yo conozco una,
me contaron que es buena.
Julio quedó desconcertado en el intento de bar rústico en
el que se encontraban. Parecía como si su dueño nunca hubiese invertido un
mango ahí, total los borrachos no prestan atención en donde están, mientras que
tengan que tomar, estaban conformes.
-
Che -Hernán lo golpea en el brazo.
-
¿Qué?
-
Tenélo en cuenta.
-
¿Vos escuchás lo que estás diciendo? No estoy para eso, dejáte de joder.
Y decepcionado por los consejos de su amigo tomó rumbo
hacia su casa.
Definitivamente Pompeya era un lindo barrio. Casas bajas,
muy cada tanto un edificio, los clásicos tangueros en las veredas. Sí, era
lindo. Aunque para Andrada ya no era tan así. Había perdido su esencia.
Llegó a su casa en Monasterio 69, caminó a lo largo del
pasillo que lo separaba de la calle hasta su puerta despintada. No tenía que
hacer, ya no tenía cable y apenas unas señales borrosas de la televisión por
aire. La casa estaba iluminada por una sola bombita de 40 watts, lo que la
hacía más deprimente. En la heladera apenas había un tomate que comenzaba a
pudrirse... Sin nada por hacer, lo único entretenido que quedaba era pensar,
pero estaba cansado de hacerlo.
Las propuestas de Hernán le daban vueltas en la cabeza.
En el fondo tenía razón ¿Para qué seguir despechado por alguien que no valía la
pena? Y cansado de masturbarse en la soledad se dio cuenta que necesitaba algo
más.
Salió decidido. Bueno, no realmente. Perecía decidido
pero por dentro los nervios le carcomían los órganos. Caminaba intentando que
no descubrieran hacia donde se dirigía. Un par de cuadras por Cachi, dos por
Colmos y finalmente Falucho, la calle de su próxima parada. Era una calle
cortada y era evidente que los que andaban por ahí iban o venían del cabarulo
del fondo.
-
Si seré mas boludo yo, ¿para qué vine?, pensó.
La respuesta sólo él la sabía.
Pero ahí estaba. Parado frente de una puerta roja que decía
“Bacarat “, el Puti-Club más conocido de Pompeya. Cobró coraje y golpeó la
puerta. Una gordita de estatura mediana con ropa provocadora, con un escote
hasta el ombligo, que no iba a llegar a ser otra cosa en un lugar así, le abrió
la puerta.
-
Hola Papito.- le dijo tomándolo de la cintura y le mostrándole el
camino hacia el mostrador. –Ay te noto
tenso bombón.
-
No, para nada…
-
¿Qué estas buscando, papi…?
-
Quiero una mujer- quiso sonar decidió pero era obvio porque estaba ahí.
-
Se nota que es tu primera vez- le dijo ella al
oído dejando escapar una sonrisa- Lo que
estás necesitando nosotras lo tenemos.
Julio tomando valor le dijo:
-
Busco a Daiana- Al fin sonó seguro.
-
Ahora está ocupada, tomá asiento y en breve es toda tuya.
Julio se acomodó en un sillón. Amagó a agarrar una
revista pero todas decían algo sobre el sexo o posiciones del Kamasutra y eran
demasiados los nervios como para ponerse a estudiarlas.
La puerta número cuatro se abrió de pronto, de ella salió
un pendejo de unos veintitrés años aproximadamente y con él una voz dulce desde
adentro que decía:
-
Es tu turno Julito.
Dudando si entrar o salir corriendo optó por entrar. Daiana
era una linda chica, con buen cuerpo y una mirada encantadora. Apenas acababa
de ingresar, ella estaba casi desnuda, con un conjunto que reconocía
perfectamente, de los que hacían en su fábrica, uno de sus favoritos.
-
Relajáte. Soy Daiana.- Seguía con la misma voz
dulce y pegajosa.
-
Sí, lo sé.
El ambiente comenzaba a tornarse cálido. Un par de
caricias, besos, mano va, mano viene. Su piel era suave. A Julio le parecía
estar reviviendo viejas sensaciones.
Después de 45 minutos que parecieron un suspiro, ella fue
terminante.
-
Bueno, nene, terminó tu turno-el sonido seco
de sus palabras lo derrumbaron pero lo que siguió fue peor…
-
Son ciento ochenta.
-
Está bien - le dijo tartamudeando – Yo te pago pero veníte conmigo, te juro que te voy a hacer feliz, te
voy a llenar como ningún otro hombre y hacerte sentir las mejores cosas.
-
¿Estás loco?
-
Te estoy hablando enserio, ¡escapáte
conmigo! - Julio le suplicaba casi apasionadamente, extasiado,
casi llorando.
-
¿Vos te pensás que sos el único hombre en mi vida, pelotudo?
Julio no lo podía creer, hace unos minutos sentía que
ella era todo lo que necesitaba para continuar su vida y de repente le nacía
una sensación de odio.
-
¡Sos una puta barata! – y con fuerza empezó a
estrujarla contra la pared, sus anteriores caricias, ahora eran golpes.
-
¡Dejáme imbécil! ¡Pará!- gritaba desesperadamente.
-
Mirá lo que me haces, me rebajo a preguntarte y no querés ¿te das cuenta?
Sus manos se fueron a su cuello y con ira comenzó a
apretar…
-
Me la vas a pagar.
- ¡Pará por favor,
no puedo respirar!
Pero él apretaba cada vez más fuerte.
-
¡Julio!
- Te va a salir
caro.
Liberó todo su enojo hasta matarla. La sostuvo un
instante en sus brazos y la dejó caer al suelo. Abrió la puerta de la
habitación y la voz de la gordita que le preguntaba cómo la había pasado. La
música fuerte había tapado los gritos.
La miró, abrió la otra puerta y se fue.
Caminó desesperado dando pasos gigantescos por la
cortada, dobló en la esquina y se echó a correr. Fueron las cuadras mas largas
que había hecho en su vida. No le importaban los autos ni los semáforos, sólo
quería llegar a su casa. Entró y se abalanzó anonadado sobre la cama. El
corazón le latía a diez mil revoluciones, en cualquier momento se le desprendía
del cuerpo.
No podía creer en lo que se había transformado.
Desde el silencio se escuchaba la sirena, era la policía,
venían por él. Era el fin. Había querido complacerse con una cualquiera que lo
cautivó pero ahora estaba muerta. Julio Andrada había matado a Daiana.
Cerró los ojos y sintió la piel de Daiana, el cuerpo de
la chica entregado en sus manos. Andrada acariciaba el cuerpo de Daiana una vez
más. ¿Pero se puede acariciar un sueño?
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