viernes, 10 de febrero de 2017
De corsos y derrotas.
No me gustan los corsos. Me gustaban antes, de chico. Corsos para ver chicas, bañarlas en espuma y molerlas a golpes con el machete hueco de plástico que apenas pesaba 20 gramos. Era lindo acorralarlas. Pero también que te acorralen. Esperar la venganza de parte de ellas. Sentir la espuma saliendote de las narices porque habías sido emboscado brillantemente. De hecho, nosotros también emboscábamos a ellas. Así era el corso del sur. Por la avenida Alsina, de dos manos, por una transitaban las comparsas y por la otra los autos. Las comparsas eran, a la vista de hoy, patéticas. Aunque creo que no han cambiado mucho.
Tengo como esa dualidad de recuerdos de corsos entrañables pero con imágenes que me me parecen feas y ordinarias.
Una bipolaridad carnavalera.
En esa Av. Alsina íbamos esa noche a la caza de alguna señorita que como nosotros, también tuviera su machete listo. A pocos metros divisamos una que estaba sola, o con lo que parecían eran sus padres. De bermudas celeste y pelo rubio, tendría tal vez 12 o 13 años. Ya se estaba formando en su continente la chica, y ese continente parecía inexplorado. Se le notaban las montañas en progreso y también su bahía y hacia esos paisajes fuimos. Levantamos nuestro livianito machete y ella al vernos hizo lo mismo. Pero el de ella parecía diferente, mas opaco, no se traslucía, con un color mas amarillo. Ya estábamos ahí y el duelo estaba declarado pero cuando dimos los primeros golpes, la hija de mil contraatacó con un machete similar pero relleno de... ¡arena! Nos dio por la cabeza, por el lomo, por los brazos y todo ante la mirada aprobadora y sádica de quienes serian los padres de semejante monstruo.
Corrimos.
Ella no hizo lo mismo, se quedo mirándonos con sorna, con desprecio, con victoria.
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