jueves, 26 de octubre de 2017

Noche por el barrio

Los primeros fríos del otoño se cuelan por cada rendija de mi ventana. Las malditas estufas, obcecadas, se negaron a encender y el plomero, mi amigo de la infancia, no contesta el celular. Intento con una pinza golpeándolas por todos lados, pero las muy ingratas no prenden.
El frió es una promesa, y en esta casa las promesas se cumplen.
Es jueves, la calle solitaria manda señales para el encuentro. 

Apenas se escuchan, yo las escucho.
Y con apenas algo de ropa salgo a perderme entre sus sombras.
La caminata me acerca a los restos de una casa a punto de caer. Otro cartel anuncia la partida para siempre de un chalecito de dos plantas. Quien sabe las cosas y recuerdos que aun atesora con los dedos en garras, enfrentando una demolición pronta. Otro edificio y la codicia se llevan el barrio. Miro alrededor, estoy perdido, un silbato del tren me acerca la estación. Son las dos de la mañana, no se puede ser tan hijo de puta, hay gente durmiendo y la locomotora no entiende de descansos, el barrio debe haberse despertado con ese chirrido inútil, hecho solo por joder.
No se lo que busco. Tal vez encontrarte entre las luces pálidas de un zaguán descascarado a punto de caer. O tal vez en los colores primarios del semáforo de la avenida.
Sé que no estarás en estos lugares. Sé que estas lejos.
Y se también lo peor que pudiera saber, que jamás volverás.
A lo lejos la luz de un bar, frente a la estación,  parece un túnel. Me acerco rogando que esté iluminado con lámparas de bajo consumo. Son las únicas que convierten cualquier lugar en el sitio deprimente y miserable que necesita mi estado de ánimo...
Miro para al interior y simula estar cerrado, pero no, adentro hay gente y parecen todos muertos.
Un bar de muertos. Lo que ando buscando.
Una mesa al fondo parece un cuerpo en carne viva con mil venas tajeadas que gritan nombres de personas que jamás conoceré. Una silla tensa en su último aliento, no podrá sostener mi peso. Me corro hacia otra que no parece del mismo juego.
En la barra, un gallego, seguramente, hace que no me mira. Me tiene que atender, pero no tiene ganas. Lo miro, lo provoco. Quiero algo para olvidarte, algo que sea fuerte y me mate de un solo sorbo.
Recorro el lugar con la mirada, el bar debe tener 60 años. Detrás de una vitrina grasosa unos pedazos viejos de pizza tientan a una cucaracha rápida de reflejos. 
Todos hacemos que no la vemos.
Mas allá una viejita sostiene un tupper. La miro y la reconozco. Es la viejita que subió en la estación de Lomas, la que viajaba con un tupper en una bolsa y un perro bandido de acompañante. El perro, solito y decidido, se bajó en Lanús.
 Ahora con mano segura empuña una cuchara, vaciando de una olla el contenido frío y sobrante de la cocina del bar en su tupper ajado. Será su comida. O la del perro, si vuelve a encontrarlo. Me mira, pero yo le corro la vista, temo que se me acerque a conversar como hacen todos los desangelados de la noche. Esta soledad parece hermanarlos y las conversaciones los hacen creerse una comunidad.
Y yo no soy como ellos.
Tengo una casa, una vida, un trabajo y una herida que no cierra.
Rápido mozo, algo fuerte...
El tipo viene sin ganas mirando al techo, como esperando que los ventiladores giren, ¿sabrá que hacen 9 grados, que hace frió? ¿Porque estas en mangas cortas, maldito gallego...?
Le pido algo que conozco. Apenas tomo alcohol y al vino que me trae lo intuyo como horrible antes de probarlo. Su color es parecido al pis.
Pero nada me importa hoy. 

Pronto, ni bien me pare, los recuerdos me pondrán contra la pared de este barrio sin ligustrinas y me darán una flor de paliza. Para ese entonces mejor estar borracho, hambriento de sueño y algo inconsciente.
Me bebo la porquería de un trago.
En el salón no estamos nosotros solamente. Un hombre flaco, enjuto y seco, marca la mesa con la uña. No logrará mucho, la uña se le dobla ante cada letra. ¿Qué será lo que tendrá para perpetuar?. Parece que hasta los máximos perdedores nocturnos no desperdician el afán de trascender. Ya sea matando a la vieja del tupper a palos en una oscura callecita del barrio cualquier noche de estas, o marcando una mesa con una palabra que minutos después ni recordaran.
Trascender...para que mierda...
Somos 3 perdedores. Opacos, cansados, tristes. Hay algo que nos une, si, seguramente habrá algo.
Pero me niego a la idea, yo tengo una vida, me repito mientras resbalo el vaso vacío. Yo tengo familia....tuve una esperanza...yo tuve un amor....tuve...
Las luces son tan deprimentes como imaginaba. Esta luz nos baña de un blanco falso y nos derrota con solo tocarnos, nos refriega la noche como una deuda que debemos pagar.
El gallego, mas aburrido que nosotros, se empeña con una radio. La típica radio doble cassetera de esas que trajeron de Miami, cuando mas vanidosos que nunca nos sentíamos del primer mundo. Dudo que las viejas casseteras funcionen. La radio se clava después de mil chirridos en una AM desconocida.
Desde el tango que vomita, una frase te recuerda....”rencor mi viejo rencor déjame olvidar la cobarde traición...”
El uruguayo Julio Sosa me la clava en la sien. Y así volves a mi mente.
Me quedo asombrado... ¿por qué precisamente esa frase te trae de nuevo?...si jamás me traicionaste, si no siento rencor....
¿Será acaso mejor el odio para el olvido?
¿Será una manera torpe de defenderme, de intentar olvidarte si una parte de mi convence a la otra de que fuiste una perra traidora...?
No, de nada sirve.
Los amores mueren de hastío, y el olvido los entierra, me digo..
Pero seguís en el fondo del vaso que no es el mismo desde hace una hora, que ya es el cuarto o tal vez sea el quinto. Demasiado veneno para un tipo como yo que no bebe, que tiene el estómago partido de este vino color pis, que perdió el timón del regreso, que de tan vulgar ya no tiene destino posible y que ayudado nada menos que por la vieja y por el hombre enjuto y seco, intenta llegar al edificio donde vive, para por fin animarse en la oscuridad de sus propias luces de bajo consumo, a llorar en paz...



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