sábado, 16 de febrero de 2008

Que nos estamos haciendo?

Un texto de J.P. Melizza.

A ItoCuaz y Fabián Signato, plumas lunares, imprescindibles.

Aquí llegan las noticias de algunas fatales detonaciones, enumeraciones de víctimas en México, llega la cifra de una picada fatal en Buenos Aires, y el fulgor de las lecturas políticas y sociales de acontecimientos que quiebran algún impulso, con la demoledora precisión del terror, esa propuesta de ruptura que sólo se alimenta, precisamente, de aquello que quiere romper, pues el terrorismo es, acaso siempre, una herramienta más del discurso hegemónico que lacera los lenguajes. Y hay mucho más que un terrorismo en danza, mucho más... No entiendo lo que ha sucedido por allá, en México y en Buenos Aires, tan lejos y tan cerca, tan cerca y tan lejos, de esta Patagonia resuelta en la presunta eternidad del viento. Pero la vida encuentra su vuelo contra estas exaltaciones del odio, este desprecio por el diálogo, este caer por enésima vez en la tonta idea que les hace creer, a unos cuantos peligrosos, que derramando vidas las cosas pueden resolverse. Arde Tenochtitlán, algunos historiadores luego alcanzarán a pronunciar el adjetivo triste para nombrar sólo una noche de la guerra, ignorando las otras noches tristes. Arden Troya y Atenas, Roma y París. Arde la infamia de Dios, entendiendo a Dios como una energía humana expulsada de la realidad cotidiana, concentrada en brutales mitologías, en las retóricas que plagian la civilización para estropearla con la sangre que se acumula en el dolor de la Historia. Y el "redescubrimiento tardío" del Infierno por parte de Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, nos viene a confirmar la voz aletargada de una religión burocrática y verticalista... Joseph Ratzinger: un excelente argumentador, un filósofo señorial, un corazón frío aleteando como pájaro de metal deslucido en la barbarie de la razón por la razón, un alma sellada en un cofre arrojado al fondo de un océano prearcaico, un ajedrecista supliendo en sus palabras la sabiduría de amar por la decadencia de unos prejuicios moralistas, patéticos y temerosos. Y las noticias continúan sopapeando, muestran, con sus músicas de cacería cinematográfica, el sufrimiento de quienes han perdido a un ser querido en una picada de motocicletas, en una ruta delgada, obedeciendo a una cultura que le ha perdido respeto al Eros, a la pulsión de vida, a la fuerza creadora del Universo, tal vez en un cataclismo espiritual que ha incinerado cualquier paisaje del futuro, tal vez muriendo para la memoria de un puñado de corazones y para la indiferencia de otro puñado de urgencias, urgencias que sólo tienen tiempo para las amnesias que garantizan la continuidad de una sonrisa en piloto automático, una sensación de burdo bienestar a modo de máscara, en reemplazo de lo que podría ser al menos un instante de profunda felicidad, en este mundo que consuma la locura cada vez con más descaro. La muerte saborea juventud y la consciencia se disuelve acongojada en imágenes efímeras, declaraciones de madurez que nada importan porque están huecas, o llenas, quizá, de simbolismos en los que se ahoga la incertidumbre y prevalecen angustias en estado de silencio. Pero la vida encuentra vuelo contra estas exaltaciones de las esclavitudes que nos masacran, esclavitudes con las que nos masacramos, reunidos en noches tristes luego de tiroteos, detonaciones, asaltos y violaciones, desolados en noches a veces imposibles de adjetivar, luego de choques donde los metales de la velocidad frívola se abrazan y borran de la vida seres irremplazables. Y la vida se reinventa, se da cuenta de sí misma pero cuando el aguijón del dolor descubre las lágrimas más oscuras, las que parecen dispersas en un sueño de inmortalidad. La vida y el esplendor de su pluma lunar escriben, pese a todo, al menos un deseo de esperanza, un intento de algo más que gritar en vano, algo más que "permanecer y transcurrir" hasta el misterio de la muerte, un estado puro de la soledad.
Juan Pablo Melizza

La mayor parte de la escritura se hace lejos de la máquina de escribir.
Henry Miller

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