lunes, 30 de julio de 2007

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La primera vez que me topé con un relato de Melizza, no entendí demasiado.
Después me di cuenta que leídos con el vértigo natural de la época, no es fácil llegar a la medula de sus palabras. Las mismas en rápida sucesión, parecerán excesivas, descriptivas de historias inexistentes, alejadas de la postal magnifica que Bariloche eterniza en el imaginario de la gente.
Cuando finalmente bajé un cambio, por pura intuición de que algo me estaba perdiendo, supe lo que sus textos escondían. Una feroz daga que atraviesa y modifica aquella imagen de una Bariloche deseada e invernal, aquellas fotos ya no son mas que postales descoloridas a fuerza de dolores ajenos y cercanos. Cada palabra podía esconder un grito, un susurro, un dolor. Para entender tal vez habría que caminar aquellas calles frías de un Alto esquivo, entrar en esos bares donde deambulan frustraciones y donde una cerveza puede ser el placebo que nada soluciona, solo posterga.
Esos rostros marcados existen, esas mesas ajadas también. Hombres rudos de vida extraña pueblan sus relatos con contundente convicción.
Quien ha caminado esos lugares, sabe de qué hablo. Quien ha compartido esos vasos agrietados puede saber lo que la sed no se atreve a decir.
Esas historias son un grito de una Bariloche que a veces deseamos no conocer, tarea que hacemos con todo éxito.
Pero también una invitación a ingresar de una manera poética a la realidad que aun estamos a tiempo de modificar.
A la usanza de un Bukoswky sureño, el escritor se mimetiza con su entorno. Su realidad es su relato. La imaginación tiene poco espacio, sabe de lo que habla.
Y allí lo deja, en una pagina de un diario virtual, frente a sus pares y en la cara de vuestros funcionarios, quienes siguen sin saltar de una lujosa baldosa donde creen perpetuarse.

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